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Historia de China (página 2)




Enviado por Gregorio Caraballo



Partes: 1, 2

En la frontera norte, los rusos se abrían camino
a través del río Amur -Yoyarkov lo había
explorado entre 1643 y 1646, y se fundó en sus riberas la
ciudad de Nertchinsk en 1658-, lo que inquietaba a los
manchúes, preocupados por la posible pérdida de los
accesos a la China. Este contencioso ruso-chino se
resolvería con la firma del tratado de Nertchinsk (6 de
septiembre de 1689), por el cual, aparte de la
füación de fronteras comunes, se establecían
unas cláusulas de reciprocidad comercial. Mientras los
chinos se beneficiarían de las pieles rusas, mejores que
las de Mongolia y Manchuria, los rusos extraerían
pingües beneficios por este comercio.

Segregación y
asimilación

Para el control de estos inmensos territorios, los
manchúes conquistadores no sobrepasaban el exiguo
número de doscientas mil personas. De ahí que se
vieran obligados a ejecutar una política dominadora y
segregacionista con el fin, no ya de establecer un gobierno
fuerte, sino incluso de sobrevivir como grupo étnico
distinto. El dominio absoluto del timón del nuevo orden
manchú lo aseguraron colocando las unidades militares o
banderas en la propia capital, en las ciudades más
importantes y en todos aquellos puntos estratégicos del
país. La eficacia de este despliegue militar
consistía en que a los soldados de estas banderas se les
entregaban tierras sobre las que vivían y se les
encomendaban tareas administrativas fundamentales. De esta
manera, no se hacía recaer la subsistencia del soldado
sobre el depauperado campesino chino y tampoco se
prescindía de los mandarines, sino que simplemente se les
controlaba. Esta política dominadora se reforzaba por otra
complementaria de carácter segregacionista, según
la cual estaban terminantemente prohibidos los matrimonios mixtos
y se obligaba a la población china a llevar trenzas
distintivas a partir de 1645.

Ahora bien, esta imposición -militar y racista a
la vez-, que mantendría incólume el control sobre
todo el imperio, estuvo acompañada, paralelamente, de una
acción política asimiladora en los terrenos
interrelacionados de la cultura, la administración y la
socioeconomía. Los manchúes hicieron suyo el
confucionismo chushista y dieron continuidad a esta
filosofía de corte autoritario manteniendo
íntegramente el selectivo y duro sistema de los
exámenes tradicionales. Incluso, se revalorizó la
carrera de los funcionarios-letrados, en la medida en que estos
cualificados burócratas tenían en sus manos los
puestos más elevados del aparato administrativo del
Estado, liberado ya de los temidos eunucos.

En el campo de las instituciones, pues, los nuevos
señores manchúes respetaron el viejo sistema del
li-jia y los mandarines continuaron manejando los resortes de la
administración, aunque bajo la vigilancia atenta del
oficial manchú. Sólo en la cúspide del
Estado, el Gran Consejo del imperio estaba en manos exclusivas de
los conquistadores. Con la dinastía Tsing, las
añejas instituciones chinas recobraron fuerza en un doble
sentido: se las liberó de la esclerosis paralizante de las
intrigas de los eunucos y de los señores feudales -al
apartar a aquéllos de los negocios públicos y al
privar a éstos de su apoyatura económica-, pero
también se las impulsó, yuxtaponiéndoles la
acción vigilante y disciplinada del
oficial-administrador.

En el terreno de la socioeconomía, la
dinastía manchú aproximó la oferta
económica a la demanda de la población, restaurando
la paz social. Para ello, suprimió los grandes dominios de
los señores feudales y eunucos, y trasvasó aquellas
tierras liberadas a los soldados de las banderas y, sobre todo, a
los antiguos aparceros chinos, expulsados anteriormente por los
Ming. Esta impresionante redistribución de la tierra -cuyo
beneficiario ya no era un señor feudal sino un rentista- y
un sistema impositivo más equitativo propiciaron un
despegue de la agricultura, que adoptaría las
características modernas de una
«jardinería)> intensiva, y el incremento de la
población, que pasaría de unos cien millones de
habitantes en 1661 a ciento dieciséis en 1710. Cuando, a
finales del siglo XVIII, reaparecieron la miseria rural y las
revueltas campesinas, la causa fue la ruptura del equilibrio
óptimo entre población y recursos, pero no una
apropiación abusiva de la tierra por parte de la
dinastía Tsing.

China:
nacionalismo y revolución

El siglo XX se inició en China con la
prolongación del desarrollo de dos procesos
históricos previos: la potenciación de la
penetración imperialista (británica, francesa,
alemana, rusa y japonesa) y la evidente desarticulación de
las estructuras políticas del Imperio
Manchú.

La expansión imperialista
extranjera

El desfavorable desenlace de la guerra con el
Japón (1894-1895) favoreció la expansión
imperialista: la paz de Siminoseki (1895) estipulaba que China
cediera Formosa, Port Arthur y las islas Pescadores,
además de reconocer la independencia de Corea, entonces
bajo influencia nipona, y pagar una importante
indemnización de guerra.

Sin embargo, el recelo de las potencias occidentales
ante la expansión imperialista nipona en el
Pacífico puso límites a las ambiciones de los
Meiji, sucediéndose una serie de arreglos
diplomáticos y el aumento del asentamiento occidental en
la zona: en 1897, Alemania ocupó Tsingtao, obteniendo
así mismo el arrendamiento de la bahía de Kiaochou
y concesiones territoriales para la construcción del
ferrocarril de Shantung; Francia, por su parte, consiguió
igualmente parte del trazado ferroviario de Tonkín; Gran
Bretaña llegó a colocar bajo su influencia una
amplia franja central del imperio chino en la ruta del río
Yang Tse-kiang, mientras que Rusia logró nuevas
concesiones ferroviarias y mineras en Manchuria, y el
arrendamiento de la península de Liaotung (tratado de
Dairen, 1897), origen de futuras discordias con Japón que
condujeron directamente a la guerra ruso- japonesa
(1904-1905).

Otra gran potencia imperialista, los Estados Unidos de
América, desarrolló un criterio colonial diferente:
la política de «puertas abiertas» y la defensa
de un programa comercial de igualdad de oportunidades para todos
los países que obtuvieran concesiones,
manteniéndose en su opinión, por consiguiente, la
integridad territorial china.

La xenofobia antiimperialista.

Los bóxers

Naturalmente, esta escalada en la penetración
imperialista occidental y de Japón iba a desencadenar una
ola de xenofobia. Su expresión más importante fue
la revuelta de los bóxers (1900) contra las misiones
cristianas, los intereses comerciales y ferroviarios de las
potencias imperialistas y las delegaciones diplomáticas,
desarrollando igualmente un nacionalismo todavía
embrionario que, más adelante, sería uno de los
componentes ideológicos del proceso de
modernización de China.

El aplastamiento de la revuelta de los bóxers por
un ejército conjunto imperialista tuvo como consecuencia
inmediata la firma de un protocolo en el que China se
comprometía a aceptar el status anterior (política
de «puertas abiertas» en el ámbito comercial,
presencia en su territorio de tropas extranjeras, mantenimiento
de las concesiones comerciales y ferroviarias) y el pago de unas
fuertes reparaciones de guerra.

Todo ese estado de cosas tendría una
repercusión inmediata: por una parte, la creciente
debilidad política del gobierno de la dinastía
manchú y, por otra, el recelo entre las diferentes
potencias coloniales instaladas, en el fondo única
razón que, en esta coyuntura, permitió el
mantenimiento de la dinastía hasta 1912. Y ello porque,
tras el fracaso de los bóxers, se plantearon desde el
poder un conjunto de reformas (militar, administrativa,
jurídica) de sesgo occidentalista que, en el fondo,
resultaron absolutamente insuficientes o desajustadas y que
contribuyeron también a la caída de los
manchúes.

El nuevo régimen republicano

La acción de la oposición nacionalista fue
mucho más eficaz desde que en 1905 se fundó el
Kuomintang (partido Nacional del Pueblo), dirigido por el Doctor
Sun Yat-sen, que elaboró un programa sobre la base de tres
principios: nacionalismo antimanchú y antiimperialista,
demócrata (soberanía del pueblo) y económico
(mejora del nivel de vida y redistribución más
equitativa de la riqueza y de la tierra, de cierto contenido
socializante).

La rebelión, promovida por el Kuomintang, de
oficiales jóvenes y estudiantes en octubre de 1911
acabó con la dinastía manchú,
instauró un gobierno provisional en Nankín y
proclamó la república (12 de febrero de 1912), cuyo
primer ministro fue el propio Sun Yat-sen.

Tras la proclamación del nuevo régimen
republicano, sobrevino un período complejo en el que se
enfrentaron las tendencias democráticas y parlamentarias
del Kuomintang con posiciones autoritarias y dictatoriales de
determinados sectores militares. Ello facilitó el aumento
de la confusión política y el desarrollo de las
tendencias centrífugas, nada ajenas a la historia de
China, que con frecuencia dejaban el poder en manos de
«señores de la guerra», generalmente
enfrentados entre sí por la coalición de posesiones
territoriales.

Este vacío de poder unificado contrasta con la
dimensión expansiva imperialista del vecino Japón,
que en 1915 obligó a China a aceptar las 21 reclamaciones
que prácticamente dejaban la zona norte bajo control
japonés. El régimen de los señores de la
guerra, por consiguiente, provocaba el aumento de la inseguridad
política, la potenciación de la inseguridad social
y la continuidad de la influencia de los países
occidentales, una vez acabada la Primera Guerra
Mundial.

Precisamente, la frustración de China, que
había intervenido al lado de la Entente, al finalizar el
conflicto, cuando fueron desoídas sus pretensiones de que
se anularan los acuerdos anteriores con Japón y se
devolvieran los territorios arrendados a Alemania, provocó
el importante movimiento xenófobo «del 4 de
mayo» de 1919 en el que se unían tendencias
nacionalistas y, en menor grado, socialistas. Desde entonces, el
Kuomintang dirigido por Chang Kai-shek tomaba la dirección
política de la nueva China.

Del hundimiento de la república al triunfo del
socialismo

La historia social y política de China entre el
fin de la Primera Guerra Mundial y el triunfo definitivo del
socialismo en 1949 presenta tres etapas:

La primera (1919-1928), iría desde el
((movimiento del 4 de mayo» hasta la crisis del Kuomintang,
el enfrentamiento entre nacionalistas y comunistas. La segunda
(1928-1937) sería el «decenio de
Nankín», que contempla procesos históricos
tales como la «Larga Marcha» y la agudización
de los enfrentamientos anteriores, finalizando con la
invasión japonesa de Manchuria. Finalmente, la etapa entre
1937-1949 sería el proceso de transformación
revolucionaria que incluye la guerra contra el Japón, la
guerra civil y la definitiva implantación del
socialismo.

El «movimiento del 4 de
mayo»

El «movimiento del 4 de mayo» fue la
respuesta de algunos de los sectores más dinámicos
de la sociedad china a los acuerdos de la paz de Versalles que
concedían a Japón las ex-colonias alemanas,
frustrando las aspiraciones nacionalistas. También era un
movimiento de modernización y renovación
política y cultural -extraordinariamente crítico
con la tradición confucionista-, que colocó al
Kuomintang en la dirección política de China hasta
el cambio socialista. En esta primera etapa, nacionalistas y
comunistas colaboraron en el seno del Kuomintang, desarrollando
fundamentalmente una acción antiimperialista y antifeudal
sobre la base del programa democrático de los tres
principios de Sun Yat-sen. Esta colaboración
concluyó en 1927, cuando Chang Kai-shek unificó
desde Cantón, prácticamente todo el país,
estableciendo la capital en Nankín. Los planteamientos
radicales de los comunistas, así como el recelo de la
dirección del Kuomintang hacia el partido Comunista Chino
por su continuo ascenso organizativo generaron esta ruptura, que
llevó aparejada la ex- pulsión de los consejeros
soviéticos y la durísima represión de los
comunistas de Cantón.

Desde Nankín, el régimen autoritario de
Chang Kaishek se apoyó en la burguesía china y en
la colaboración de algunas potencias occidentales (Estados
Unidos, Gran Bretaña) e inició un intento de
modernización y desarrollo económico, que fue
obstaculizado por la acción de los comunistas establecidos
en la región de Kiangsi y, sobre todo, en un primer
momento, por el imperialismo nipón.

El «decenio de
Nankín»

Durante la etapa conocida como el «decenio de
Nankín», se produjo un auténtico fracaso
político del Kuomintang, puesto que, para lograr sus
objetivos económicos y antiimperialistas, tenía que
hacer frente a un tema primordial en la China
contemporánea: la reforma agraria, base de las necesarias
transformaciones sociales que debían estabilizar el
sistema político republicano. Por consiguiente, la
sociedad china siguió siendo eminentemente rural, con una
estructura social que contribuía al estancamiento
económico y con un sector burgués desarrollado
exclusivamente en las grandes ciudades portuarias e industriales,
cuya situación se vería afectada no sólo por
la evolución de la economía capitalista de los
años veinte, sino por la continuada presencia imperialista
del Japón y las potencias occidentales.

Desde el punto de vista político, el Kuomintang
desarrolló un programa cada vez más conservador,
que evolucionaba hacia actitudes autoritarias e incluso
fascistas, encarnadas en la personalidad del máximo
dirigente Chang Kai-shek. Todo lo anterior facilitó la
progresiva penetración de los comunistas -en principio
reducida a determinados núcleos de Yunnan o Kiangsi-, que,
a pesar de ser continuamente hostigados por el gobierno del
Kuomintang y de iniciar la epopeya de la «Larga
Marcha» (1937), terminaron obligando a Chang Kai-shek y a
la dirección del Kuomintang a hacerse eco de las presiones
del movimiento nacionalista, que exigía como tarea
prioritaria frenar la penetración japonesa en el
continente y, por consiguiente, el cese de la re- presión
sobre los comunistas. El nacionalismo chino impuso a los
máximos dirigentes de la nación, la
sustitución de la guerra civil (contra los comunistas) por
la guerra nacional (contra los japoneses) necesaria tras la
creación del Estado de Manchukuo.

El proceso de transformación
revolucionaria

En julio de 1937, como no podía ser de otra
forma, el incidente (ataque japonés) del puente de Marco
Polo, cerca de Pekín, supuso el inicio de la guerra
chino-japonesa, que precipitó el desarrollo del proceso
revolucionario y la consiguiente quiebra del
Kuomintang.

En la fase comprendida entre 1937 y 1949 se pueden
distinguir dos subperíodos: el primero, desde 1937 hasta
el fin de la Segunda Guerra Mundial con la rendición
japonesa en agosto de 1945, tras el lanzamiento de las bombas
atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; el segundo, entre
1945 y 1949, contempla el desarrollo de la guerra civil entre
nacionalistas y comunistas, que re- legaron a Chang Kai-shek y a
sus seguidores nacionalistas a la isla de Taiwan.

Entre 1937 y 1938 Japón dominó la mayor
parte de China, si no de forma efectiva y definitiva, sí
controlan- do grandes extensiones territoriales, las ciudades
más importantes, los núcleos económicos y
las vías férreas y puertos fundamentales,
situación que se mantuvo desde 1944, mientras que Chang
Kai-shek continuaba con un gobierno independiente en el alto
curso del Yang Tse-kiang negándose a todo tipo de
negociación. Por su parte, los comunistas, desde sus bases
en la China del norte, intentaron extenderse hacia el centro e
interior del país, consolidando los efectivos del
ejército rojo, realizando repartos de tierras y hostigando
a los japoneses utilizando la «guerra de guerrillas».
La mayor parte de los analistas han detectado a lo largo de la
invasión japonesa la existencia de un nacionalismo de
masas entre los campesinos -alentado por los comunistas-, que
relacionaban la necesidad de expulsión del invasor con los
planteamientos de la revolución social. El reparto y
asentamiento de colonos en las tierras liberadas, opuesto al
saqueo a que, con frecuencia, eran sometidas las tierras bajo
control de japoneses o nacionalistas, aumentó el apoyo a
las tropas del ejército rojo. Simultáneamente, la
retirada del Kuomintang hacia el sudoeste (retrasado y de
estructuras feudales) lo colocaba muy próximo a los
intereses políticos de la oligarquía rural,
potenciando de esta manera su política con- servadora y
desarrollándose un proceso de desarticulación
política que sólo el fin de la guerra mundial
detuvo provisionalmente. La guerra civil y la creación
de la república popular

Nacionalistas y comunistas estuvieron enfrentados
prácticamente desde 1945. Mientras que el apoyo de los
vencedores (Estados Unidos, Gran Bretaña e incluso la
Unión Soviética) al Kuomintang era total, los
comunistas, que controlaban extensas regiones de la China norte y
central, en donde vivían aproximadamente unos 100 millones
de personas, sólo podían ofrecer una mayor
disciplina, organización y funcionamiento político
democrático de las zonas bajo su control.

El VII congreso del Partido Comunista Chino, celebrado
en Yenán (abril-junio de 1945), ofreció una alianza
con la burguesía nacional, representada por los
minoritarios partidos políticos de centro y con el ala
izquierda del Kuomintang, para oponerse a la oligarquía
propietaria de tierras, financiera e industrial. Este
enfrentamiento civil provocó diversos intentos de
mediación de la diplomacia estadounidense (comisión
Marshall), que fracasó, a pesar de un inicial acuerdo
sobre la base de la reorganización del gobierno
nacionalista, la aceptación del programa
democrático de Sun Yat-sen, la revisión de la
Constitución de 1936, la consolidación de un
sistema pluripartidista y la convocatoria de una Asamblea
Nacional para mayo de 1946.

El inicial apoyo de las potencias occidentales (Esta-
dos Unidos mantuvo una fuerza militar al mando del general
Wedemeycr) parecía decantar la guerra en favor de los
nacionalistas, mucho mejor pertrechados, con objetivos militares
que culminaron con la toma de Yenán, auténtica
capital del comunismo chino, el 19 de marzo de 1947, mientras que
los efectivos del ejército rojo se retiraban a las zonas
montañosas del Shensi. Los dos últimos años
de guerra se centraron en el control y conquista de las regiones
del norte, las más industrializadas de China, vitales para
el futuro de los acontecimientos, objetivo que culminó el
ejército de Lin Piao. Tras la ocupación total de
Manchuria, las fuerzas políticas y militares de los
nacionalistas se desmoronaron. A pesar de que la ayuda
estadounidense continuó prácticamente hasta el
final de la guerra civil, el control de todo el territorio chino
era ya sólo cuestión de tiempo. En efecto, los
comunistas, que simultáneamente a la ocupación de
territorios, realizaban un radical y progresivo programa de
reforma agraria (confiscación de tierras de los
propietarios que habían apoyado al Kuomintang,
obligándoles a reducir el precio de sus arrendamientos y
los intereses de los préstamos; limitación de la
propiedad agraria a la extensión que se pudiera trabajar
directamente; instalación de miles de familias),
continuaron asentándose en áreas cada vez
más amplias.

La respuesta del gobierno nacionalista ahondó la
crisis, dando continuas pruebas de descontrol de la
situación económica y financiera (inflación,
caos monetario) o política, en el sentido de continuar el
proceso de concentración de poder, que adquirió
progresivamente caracteres dictatoriales más acusados
(eliminación de los pequeños grupos
políticos de centro). La guerra civil, por consiguiente,
tomó un sentido más claro: la caída (enero
de 1949) de Suchou, Tientsin y Pekín provocó la
renuncia a la presidencia de la república del primer
mandatario Chang Kai-shek, fracasando un último intento de
acuerdo entre nacionalistas y comunistas (convencidos ya de la
victoria en la guerra civil). En abril, las columnas del
ejército rojo cruzaron el Yang Tse, tomando las
últimas ciudades en poder de los nacionalistas (Shanghai,
Nankín, Nanchang, Cantón) entre los meses de mayo y
octubre, y obligando al gobierno derrotado a refugiarse en
Formosa.

El día 21 de noviembre de 1949 se reunió
una conferencia de 622 delegados que aprobó un texto
constitucional, vigente hasta 1956, que reconocía a China
como una República Popular Socialista -en adelante, uno de
los obligados ejes de referencia de la política
mundial.

Una evolución peculiar

Acabado el período de
«reconstrucción» al mismo tiempo que la guerra
de Corea, a China de Mao inició su consolidación
institucional y económica. La constitución defines
de 1954 consagraba, una vez liquidados los últimos
núcleos de los antiguos partidos progresistas y moderados,
la hegemonía absoluta del partido comunista, integrado por
varios millones de afiliados. Dicho texto otorgaba al país
un margen institucional muy semejante al soviético, pero
con el reforzamiento de las tendencias centralizadoras -tan
arraigadas en el Estado chino del pasado-, aunque se
concedía un cierto grado de autonomía a las
minorías nacionales. La designación de Mao como
presidente de la república y Chu En-Lai como primer
ministro acabaría por rematar todo el edificio de la nueva
China.

Al mismo tiempo que la tarea aludida, se acometió
otra no menos importante en el campo de la economía.
Transformado el país-continente en una inmensa
colectividad de pequeños campesinos tras la reforma
agraria de 1950 y acabado el período de coexistencia de
diversos modos de producción, en 1953 se emprendió
el primer plan quinquenal, que acrecentó considerablemente
la producción industrial y agrícola. Pero no
tardarían en aparecer las primeras nubes de inquietud con
la resistencia al acelerado ritmo de la colectivización
económica y las criticas a la prioridad absoluta de las
industrias de base, que dejaba peligrosamente desatendidas las
ligeras. La incertidumbre ante el futuro nacida de tal coyuntura
propició un amplío debate en las filas del partido,
que cristalizaría en la aparición de dos corrientes
enfrentadas respecto al camino a seguir por la revolución.
El modelo ruso inspiró a los partida- ríos de
reforzar el aparato del gobierno para llegar de facto a un
burocratismo omnipotente, que encuadraría y
dirigiría férreamente las próximas etapas.
En posición opuesta se alineaban los que, liderados por
Mao, apostaban por la imaginación y el poder creativo como
motores de un movimiento en permanente renovación y
refractario a cualquier idea o sector encastillado en un
dogmatismo estrecho o en el autoritarismo de las castas
funcionariales.

De las «Cien Flores» a la Revolución
Cultural

En la segunda mitad de 1957 se impuso una campaña
de discusiones públicas conocida como las «Cien
Flores», de efímera duración. La idea de Mao
de radicar el progreso de la revolución en la actividad de
los intelectuales y de los sectores más vanguardistas no
dio los resultados previstos, al descubrirse la
autocrítica exacerbada y el revisionismo a ultranza como
los elementos menos aptos para impulsar la necesaria
transformación económica. Abandonados todos los
proyectos respecto al segundo plan quinquenal, las cifras del
trienio 1958-1961 denunciaban el fracaso de la
economía.

Algo eclipsado transitoria y tácticamente Mao, el
ejército y la burocracia volvieron a tomar las riendas del
país. Aun sin retornar al pasado, eran muchos los
síntomas que denotaban en la nueva etapa el deseo de sus
inspiradores de contar más con el aparato del partido que
con la espontaneidad revolucionaria para con- seguir el salto
cualitativo de su economía que la nación
continente demandaba de manera cada vez más apremiante. El
régimen de comunas se limitó considerable- mente y
se introdujeron cambios en el rumbo de algunas industrias,
estimulando a éstas con el aumento en extensión e
intensidad de los salarios.

La revolución no se encaminaba hacia su
«Termidor», pero Mao creyó verlo así y
pasó a una decidida ofensiva con el refrendo caluroso de
las jóvenes generaciones. Después de un tiempo de
profundos debates y controversias ideológicos, el hombre
de la «Larga Marcha» decretó la
reactivación revolucionaria. La lucha de clases
debía imponerse a sangre y fuego hasta conseguir la
completa eliminación de todos los sectores reacciona-
ríos, entre ellos, el integrado por los altos
burócratas que fosilizaban al Estado

La Revolución Cultural

En junio de 1966, la Revolución Cultural
emprendió su andadura bajo el impulso y la
protección de los jóvenes «guardias
rojos». Guerra ideológica y propagandística,
la Revolución Cultural se tiñó en numerosas
ocasiones de sangre con actos y manifestaciones de violencia a
cargo de sus adictos. El inmenso país fue zarandeado, de
un extremo a otro, por una ola de hipercriticismo contra todo lo
establecido, conforme deseaba Mao.

Dos años más tarde, Liu Shao-Shi, el
hombre que simbolizaba la línea opuesta, caía de la
presidencia de la república en la que había
sustituido a Mao una década atrás.

Sin embargo, tanto Mao como sus colaboradores más
directos, en particular Chu En-Lai, sentían vivamente en
aquellos momentos la necesidad de retornar a la normalidad. La
Revolución Cultural se había desautorizado con sus
excesos y la anarquía comenzaba a expandirse por campos y
ciudades. Por otra parte, su final venía exigido por el
destacado papel crecientemente representado por China en la
escena internacional y el grado de tensión a que se
había llegado con la Unión
Soviética.

En efecto, en las postrimerías de los años
sesenta el contencioso chino-soviético alcanzó su
punto crítico, aunque no imprevisible. Enfrentados
territorial e ideo- lógicamente ambos estados, las
fricciones comenzaron a apuntar nada más desaparecido
Stalin. A fines de la década de los cincuenta, la
Unión Soviética denunció el tratado de
cooperación militar que le unía a China, al mismo
tiempo que se negaba a entregar armas atómicas a
Pekín y criticaba su política interna, basada en el
absorbente papel de las comunas.

La respuesta de Mao no se hizo esperar, acusando a
Moscú de revisionismo burgués y derrotista por sus
intentos de coexistencia con Occidente. La retirada de los
técnicos soviéticos y la entrega de importante
ayuda bélica a la India durante los días de la
extremada tensión entre Pekín y Nueva Delhi en 1962
cortó los últimas lazos entre las dos naciones
guías del comunismo mundial, que durante los años
siguientes se disputarían enóarnízadamente
su primacía sobre éste.

Desde la sobresaliente intervención de Chu En-Lai
en la conferencia de Bandung de 1955, la irradiación de la
China Popular no había hecho sino crecer. Dentro del
propio campo occidental, las consignas de asfixia
diplomática lanzadas por los Estados Unidos no
habían sido secundadas por algunos de sus principales
aliados, como la propia Gran Bretaña. Tras el logro de su
primera explosión atómica en octubre de 1964, la
«vía china"> deslumbró a todos los grupos
y países comunistas del Tercer Mundo y hasta a algunos
sectores de las democracias populares europeas, sin contar con el
ascendiente del carismático Mao sobre la juventud y
círculos intelectuales de las mismas naciones
occidentales. Para contrarrestar ese clima, Moscú
creyó llegada la hora de convocar un
«concilio» comunista, la Conferencia Mundial de
Partidos Comunistas, en junio de 1969. Sin embargo, la
pretensión soviética de condenar la vía
china no llegó a materializarse ante la fría
acogida -e incluso el rechazo- con que en las sesiones
preparatorias y entre bastidores fue recibida.

Los últimos años de Mao

Descorazonado con las experiencias de la
Revolución Cultural y minada su robusta salud, Mao
concentró sus últimas energías en avanzar
decididamente por la sen- da del equilibrio social y
político, a fin de asegurar la transformación
económica del país y darle el puesto que se
merecía en el concierto mundial. Aunque tanto él
como sus colaboradores desmintieran siempre rotundamente las
intenciones que le atribuía la propaganda estadounidense y
soviética de asesorar a hacer de su pueblo una
superpotencia, la obtención de la bomba de
hidrógeno en 1967 y la entrada en la carrera espacial
-lanzamiento del primer satélite en abril de 1970-
pondrían de manifiesto el deseo de los dirigentes chinos
de introducirse en el club de las grandes potencias.

Tales planes llenaron de temor a la Unión
Soviética, que no ahorró medios para lograr la
continuidad del aislamiento diplomático de Pekín.
Por el contrario, los Estados Unidos siguieron una línea
opuesta, confiando en que el fin del aislamiento chino
contribuiría decidida- mente a la solución del
conflicto vietnamita. Así, en octubre de 1971, la China
comunista ingresó en la O.N.U., y a principios del
año siguiente se produjo la espectacular visita del
presidente Nixon, que daría un giro sensacional al
planteamiento de toda la política internacional. El
acercamiento del año siguiente entre Tokio y Pekm puso fin
al distanciamiento entre los antiguos y tradicionales rivales,
aumentando aún más los recelos y suspicacias
soviéticos. Convertida en su bestia negra, todas las
intervenciones de los representantes chinos en la O.N.U. se
dirigirían a atacar a las resoluciones y propuestas de la
Unión Soviética, cuyo
«social-imperialismo» sería denunciado en el
congreso del partido comunista chino como la principal amenaza
para la paz mundial -agosto de 1973-. En la misma trayectoria se
inscribirían las medidas adoptadas por Pekín para
favorecer el término de la guerra del Vietnam a fin de eh-
minar la poderosa influencia de Moscú en Hanoi.

Cuando la posición internacional de China era
más firme, su forjador volvió a sentirse
atraído por el cambio incesante y la perpetua
renovación. La Constitución de enero de 1975
rehabilitó con los máximos honores a los
protagonistas de la Revolución Cultural, y volvió a
dejar caer una sombra de sospecha y censura contra los
defenestrados en dicho período. En el instante mismo en
que a consecuencia de la reaparición de esa corriente,
Zhou Enlai (Chu En-lai) veía eclipsarse su ascendiente, se
produjo su muerte -9 de enero de 1976-, seguida del golpe de
efecto de su sustitución por Hua Guofeng (Hua Kuo-feng),
en lugar del preconizado Deng Xiaoping (Teng
Hsiao-ping).

La China de Deng Xiaoping

Antes de que Mao falleciera -9 de septiembre del mismo
1976-, tuvo lugar la ofensiva lanzada bajo su impulso por su
tercera mujer, Jiang Qing (Chiang Ching), y por la más
tarde denominada «banda de los cuatro», figuras
radicales del politburó del partido comunista con gran
actividad en la Revolución Cultural.

Como en los primeros tiempos del nuevo Estado,
éste atravesó durante un lustro una etapa
caracterizada por las feroces luchas internas y las
espectaculares mudanzas entre los detentadores del poder. A causa
de su fuerza en el ejército y la burocracia, Deng Xiaoping
se vio repuesto en su cargo de viceprimer ministro en agosto de
1977 por el XI congreso del partido. En 1980 se registró
la renuncia al cargo de primer ministro de Hua Guofeng. En eh
mismo año tendría lugar el famoso juicio contra la
viuda de Mao y la «banda de los cuatro», en e que la
primera sería condenada a muerte, pena conmutada
más tarde por la de cadena perpetua.

Desde que en el mencionado año logró
colocar como primer ministro a Zhao Ziyang, el avance hacia el
control de todos los resortes del Estado por Deng Xiaoping y sus
burócratas, era imparable. En 1983 su hegemonía se
consolidó definitivamente con el nombramiento de Li
Xiannian para la presidencia de la república, una vez
aprobada -en diciembre de 1982- la cuarta constitución de
la China Popular.

Como es lógico, esa trayectoria moderada fue
apoyada por Estados Unidos y todos sus aliados: tratado de
amistad entre Pekín y Tokio en 1978, establecimiento de
relaciones entre Pekín y Washington en 1979,
admisión de China Popular en el Fondo Monetario
Internacional y en el Banco Mundial.

A estas alturas, quedaba, sin embargo, en pie el
interminable contencioso con la Unión Soviética. En
1983 la oposición entre ambos países estuvo a punto
de traducirse en un conflicto abierto al orientarse varios
misiles SS-20 hacia la China Popular. Pese a todo, los intentos
de reanudación diplomática comenzaron a tomar
cuerpo por las mismas fechas, gracias en un primer momento a los
esfuerzos soviéticos, rechazados por la permanencia de sus
tropas en Afganistán, y, más particularmente, por
su apoyo a la invasión de Camboya por el gobierno
vietnamita, muy alejado ahora de la onda de Pekín. En
1986, ya con Gorbachov en el Kremlin, tanto por una parte como
por otra se hicieron votos por una conferencia en la cumbre
así como por la normalización de las relaciones
entre ambos países. Dos años más tarde, con
la retirada soviética de Afganistán y la prevista
salida de las tropas vietnamitas de Camboya, Deng Xiaoping
confirmaba la reunión en la cumbre para 1989, treinta
años después de celebrada la
última.

En su conjunto, las líneas abiertas por la
reforma estuvieron sometidas a una constante tensión entre
un orden antiguo condenado a desaparecer y otro que no
acabó de esbozarse, tensión que se
expresaría no sólo en dos frentes
político-ideológicos en el seno del PCCH sino
también en las entrañas de la sociedad.

Partido único y economía de
mercado

La política de «reforma económica y
apertura al exterior» impulsada por Deng Xiaoping no
encontró en China serías oposiciones, a lo largo de
los años ochenta, pero en el plano político el
régimen se mantuvo inflexible. Ello quedó patente
durante las manifestaciones de la primavera de 1989, que
desembocaron en la trágica represión estudiantil de
la plaza de Tiananmen. Tras la revuelta, encarcelados o muertos
sus protagonistas, los partidarios de la reforma política
fueron apartados del poder, al tiempo que China pareció
quedar sumergida en un prolongado aislamiento internacional. Sin
embargo, no fue así y el Gobierno inició la
década de los noventa afianzando su línea hacia el
«socialismo de mercado», eufemismo que enmascaraba la
adopción del capitalismo, cada vez de forma más
abierta. El gran cambio de rumbo experimentado supuso el abandono
de los postulados comunistas sobre la libre empresa, giro que ha
catapultado el crecimiento del país, impulsando una
transición moderada hacia la apertura económica.
Así mismo, se inició la conversión de las
compañías públicas en sociedades
anónimas que cotizan en Bolsa (Shanghai reabrió su
mercado bursátil, por primera vez desde la entrada del
ejército de Mao en 1949) y se impulsó la
modernización tecnológica. Por su parte, el XIV
Congreso del Partido Comunista Chino, celebrado en octubre de
1992, aprobó el camino de las reformas económicas,
pero no dio luz verde a la democratización
política. No obstante, en 1993 fueron liberados algunos
presos políticos, lo que se interpretó como un
intento de China por mejorar su imagen internacional.

Deng Xiaoping, que realizó su última
aparición en público en 1994, mantuvo el control
sobre la política china hasta su muerte (1997). En los
últimos años se encargó de aupar a los
principales puestos a sus hombres de confianza, como Jiang Zemin,
secretario general del Partido Comunista desde 1989, que fue
designado presidente de la República Popular en
1993.

 

Enviado por:

Gregorio Caraballo

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